El día llegó.
Ella se dejó vencer entre los años de soledad y los ríos de lágrimas
agridulces.
Adiós, princesa. Ya no queda nada más que decir.
¡Lo que hubiera dado por tocar tu rostro, tener la oportunidad de sostenerte
antes de perderte! Pero tú... tú solo
querías una cosa: lo simple de gustar de la vida, de sentir que nada ni nadie te obligaba a estar
ahí, que eras autoritaria para ti misma y que sólo tú decidías qué hacer y qué
no hacer.
Te dejaste llevar por los hilos que controlaban la marioneta que eras tú. ¿Por
qué?
¿Por qué se sentía tan obligada a controlar cada movimiento, a premeditar cada
reacción, a fingir cada pose? ¡Para mí era perfecta en cualquier ángulo, forma,
sonrisa, llanto, palabra o acción que viniera de ella! Que pasara a mi lado y
el viento llevara su aroma hasta mí como si respirara el aire de
una brisa de mar, era la mejor dosis de ella que pude tener en mis días.
Cómo la extraño.
Yo la observé 270 días frente a mí y jamás tuve el valor de tocarla siquiera.
Alguna vez me sonrió.
Alguna vez la vi llorar y quise matar por sus lágrimas.
¿Y por qué ella lloraba, si me tenía a mí, el hombre que jamás la haría llorar, que haría lo que fuera por compartir una charla, una caricia, un espacio con ella?
Yo, el de la devoción.
¿Y por qué ella lloraba, si me tenía a mí, el hombre que jamás la haría llorar, que haría lo que fuera por compartir una charla, una caricia, un espacio con ella?
Yo, el de la devoción.
Recé 270 noches tener la oportunidad de salvarla, de construirle el
castillo que merecía y ofrecerle así la vida de la que era digna. Poco a poco comprendí que ella tenía un destino, sin oportunidad de
desviarse al gozo de la vida misma. Ella amaba a alguien incapaz de amarla,
incapaz de siquiera anhelarla como la anhelé yo. Amaba a un muerto.
Quien ocupó el lugar que yo tanto deseé algunos años antes de que yo la
conociera había muerto, dejándola incapaz de amar a alguien más, insegura de quién era y dudosa de si valía la pena seguir viviendo en un mundo donde no estaba él. Y ahora ella
es una muerta también.
Ella, la de mi devoción.
Y mientras recuerdo la última vez que la vi, acostada sobre seda con un vestido
que se le hubiese visto hermoso de novia,
con los ojos cerrados, fría como mis días, paralizada como el momento en que
supe que el ser más hermoso había dejado de existir en este mundo, el punto
medio entre el cielo y el infierno… estoy frente a su tumba, leyendo un
epitafio que dice “Amó, fue amada, y cayó…” cuando en verdad debería decir “El
hombre que la visita a diario es el único que la amó, y aún no la ha dejado
caer”.
Supongo que ahora yo soy un muerto también.
No hay comentarios:
Publicar un comentario